II
Cuando una persona está dispuesta a tomar una decisión según lo que indique el horóscopo, es poca la cordura que se le puede pedir. Mariano, al no encontrar su signo del zodiaco en el periódico, tuvo a bien decidir hacerle una consulta de urgencia al Indio Amazónico, prestigioso adivinador a quien acudían todo tipo de políticos y personalidades.
A pesar de ser un urbanista comprometido, agradeció montarse en uno de los muchos taxis que consideran en Bogotá que los semáforos y las normas de tránsito no funcionan para ellos. El conductor insistía en iniciar conversación, y Mariano en acabarla. Los hombres heterosexuales, pensaba para armarse de paciencia, no tienen desarrollado ni un poquito el sentido de la indirecta.
Ya en el lugar olvidó instantáneamente todos los inconvenientes del trayecto. Seguramente el hombre místico le solucionaría todo el desorden que había causado la equivocación del diario capitalino, y él podría continuar con su vida tan tranquilo y calmado como lo había hecho siempre. Sin reparos entró en busca del consultorio. Pasó por puertas y corredores, hasta que se vio en lo que era, sin lugar a dudas, la habitación del personaje. Más allá de la cama destendida y del impacto que causaba aquel desorden, tuvo que pasar un par de segundos absolutamente quieto para entender adónde lo había llevado su afán adivinatorio. Un plato de comida sobre una de las mesas soltaba un olor rancio. Pescado frío con una salsa espesa, y el infaltable arroz de la gastronomía colombiana se esparcían no sólo por el plato, sino también por una buena parte de la habitación sin mucho disimulo.
El sonido de las puertas, que seguramente él había pasado para llegar hasta ese lugar, y del que no tenía una idea ni remota de cómo salir, lo despertó. Alguien venía. ¿Qué podía hacer? Correr, como un culpable, o asumir enteramente la vergonzosa culpa. Si había logrado superar la cruel infancia sin asumir el enfrentamiento troglodita y físico, no era definitivamente el mejor momento para empezar a cultivar lo perdido en aquellos años. Miró alrededor: bastones con plumas, un trofeo de fútbol y un calendario, además de algunas herramientas que bien podrían ser instrumentos de pelea en algún pueblo de la selva amazónica. Temió por su vida. Por primera vez en el día olvidó el incidente de los astros, aunque sólo para recordarlo inmediatamente y pensar que se trataba todo de una gran desgracia. Pensó en las muchas veces que había desafiado los agüeros tradicionales y a ellos les echó la culpa de lo que le estaba pasando. Los pasos se acercaban. Asumió una posición tan viril como su homosexualidad figurativa se lo permitía. Si había un momento de su vida en el que debía actuar como todo un macho, era este. Los pasos se acercaban. Si debía batirse a puños hasta la muerte algún día, era ahora. Dobló las rodillas de tal manera que pudiera soportar la embestida de un toro, no sin antes pretender intimidar con la mirada. Empuñó su sombrilla y preparó un movimiento para atacar a la más mínima muestra de peligro.
Bruscamente se abrió la puerta y entró un enano que cortó su carrera con un salto. Ambos se miraron por un rato indefinido, en el silencio de la respiración forzadamente calmada. El enano jamás pudo imaginar despliegue tan amanerado de amenazas, y Mariano mucho menos la paradoja de la que se cuidaba. Después de un rato el enano dijo:
- Disculpe la molestia, no quise incomodarlo. Sucede que tengo una tarjeta en la que dice que acá se atienden emergencias, y la puerta estaba abierta.
A pesar de ser un urbanista comprometido, agradeció montarse en uno de los muchos taxis que consideran en Bogotá que los semáforos y las normas de tránsito no funcionan para ellos. El conductor insistía en iniciar conversación, y Mariano en acabarla. Los hombres heterosexuales, pensaba para armarse de paciencia, no tienen desarrollado ni un poquito el sentido de la indirecta.
Ya en el lugar olvidó instantáneamente todos los inconvenientes del trayecto. Seguramente el hombre místico le solucionaría todo el desorden que había causado la equivocación del diario capitalino, y él podría continuar con su vida tan tranquilo y calmado como lo había hecho siempre. Sin reparos entró en busca del consultorio. Pasó por puertas y corredores, hasta que se vio en lo que era, sin lugar a dudas, la habitación del personaje. Más allá de la cama destendida y del impacto que causaba aquel desorden, tuvo que pasar un par de segundos absolutamente quieto para entender adónde lo había llevado su afán adivinatorio. Un plato de comida sobre una de las mesas soltaba un olor rancio. Pescado frío con una salsa espesa, y el infaltable arroz de la gastronomía colombiana se esparcían no sólo por el plato, sino también por una buena parte de la habitación sin mucho disimulo.
El sonido de las puertas, que seguramente él había pasado para llegar hasta ese lugar, y del que no tenía una idea ni remota de cómo salir, lo despertó. Alguien venía. ¿Qué podía hacer? Correr, como un culpable, o asumir enteramente la vergonzosa culpa. Si había logrado superar la cruel infancia sin asumir el enfrentamiento troglodita y físico, no era definitivamente el mejor momento para empezar a cultivar lo perdido en aquellos años. Miró alrededor: bastones con plumas, un trofeo de fútbol y un calendario, además de algunas herramientas que bien podrían ser instrumentos de pelea en algún pueblo de la selva amazónica. Temió por su vida. Por primera vez en el día olvidó el incidente de los astros, aunque sólo para recordarlo inmediatamente y pensar que se trataba todo de una gran desgracia. Pensó en las muchas veces que había desafiado los agüeros tradicionales y a ellos les echó la culpa de lo que le estaba pasando. Los pasos se acercaban. Asumió una posición tan viril como su homosexualidad figurativa se lo permitía. Si había un momento de su vida en el que debía actuar como todo un macho, era este. Los pasos se acercaban. Si debía batirse a puños hasta la muerte algún día, era ahora. Dobló las rodillas de tal manera que pudiera soportar la embestida de un toro, no sin antes pretender intimidar con la mirada. Empuñó su sombrilla y preparó un movimiento para atacar a la más mínima muestra de peligro.
Bruscamente se abrió la puerta y entró un enano que cortó su carrera con un salto. Ambos se miraron por un rato indefinido, en el silencio de la respiración forzadamente calmada. El enano jamás pudo imaginar despliegue tan amanerado de amenazas, y Mariano mucho menos la paradoja de la que se cuidaba. Después de un rato el enano dijo:
- Disculpe la molestia, no quise incomodarlo. Sucede que tengo una tarjeta en la que dice que acá se atienden emergencias, y la puerta estaba abierta.
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