martes, julio 04, 2006

XIII

Dormían todos cuando el bus se detuvo. Unos hombres con uniformes camuflados subieron y los obligaron a bajar a todos. Les pidieron que trajeran consigo los documentos. Mariano temió por su vida. Aunque ya había pasado en Colombia la moda de los secuestros, siempre se sintió especialmente vulnerable.

No llevaban más que unos minutos en la carretera, al sonido de los insectos nocturnos, cuando Mariano se percató del escándalo que hacían los monjes con los uniformados. Los muy idiotas contaban la historia con pelos y señales, todos simultáneamente, y de una manera tan apresurada que no era posible entender siquiera las palabras.

- Documentos- preguntó el encargado del interrogatorio.
- No tenemos, vamos en contra del sistema.
- Ah, ¿indocumentados?...pues a prestar servicio.
- ¿Servicio? ¿No son ustedes un grupo al margen de ley?
- Mijo, usté, ¿en qué año vive? Quihubo pues, los veo en la fila.
- ¿Cómo así?
- Que vayan pa´llá, idiota.
- Lo siento mucho- repuso uno- resulta que no podemos irnos. Debemos llegar a Cartagena.
- ¿Cómo?- preguntó el uniformado un poco consternado.
- Sí, la comunidad lunar... El Elegido... la resistencia...- intentó argumentar pacíficamente, pero no parecía tener nada de sentido lo que decía. Especialmente para el uniformado, quien lo empujó fuertemente con el arma. El monje tropezó y duró unos instantes en el suelo. Luego se levantó y golpeó con un movimiento lleno de energía al uniformado, quien voló por los aires y rebotó inconsciente en el bus.

Un disparo cortó la tensión que producía el silencio. Si el monje hubiera tenido su atuendo de costumbre, habría sido una imagen bastante fotográfica. Sin embargo, la sangre no parecía correr de manera muy poética por las ajustadas ropas que le habían conseguido en la terminal de transporte.

Una vez en el suelo el monje no dejó de moverse. Uno de los uniformados se acercó, le puso un pié en el pecho y le descargó tres tiros en la cara. El cuerpo quedó inmóvil y la escena parecía estar en pausa. Entre gritos llegaron los compañeros metafísicos del muerto, y después de constatar que su amigo estaba más allá de cualquier milagro, se pararon y se miraron amenazantes al verdugo. Entre alaridos empezaron a decirle que lo que era con su amigo, era con ellos, que él no les había hecho nada y no tenían por qué matarlo.

Un empujón fue suficiente para que el uniformado, nuevamente, desenfundara el arma y repartiera las balas que tenía muy equitativamente entre los dos personajes. Una para cada uno, hasta que se quedó sin municiones. Acabado el cargador, guardó el arma y se dirigió al resto de los pasajeros del bus:

- ¿Alguien más?

Todos guardaban silencio. Sólo Mariano y Álvaro Uribe entendieron que allí mismo, frente a sus narices, había muerto una tradición milenaria (por ridícula que fuera) y nadie podía haber hecho nada para evitarlo.